sábado, 24 de julio de 2010

Mis boTas de aGua



¡Nunca había visto nada igual!
Cuando llegué del colegio me encontré en casa un paquete, que para mí representaba el mejor regalo del mundo. Mi madre me lo había comprado, no pensando en hacerme un obsequio, sino más bien queriendo protegerme de resfriados inoportunos que la hicieran estar más pendiente de mí, de lo que ya debía estar, dada mi actividad natural.

¡Yo nunca había imaginado unas botas de agua más bonitas que aquellas!

Eran de un azul eléctrico, que no me combinaban con nada (ni con el color rosa de mi paraguas, ni con el abrigo, ni con mis jersys,...), pero que a mí me parecieron del mismo color de un cielo electrizado, dispuesto a dejar caer, de un momento a otro, contentísmo todas las gotas del mundo celestial.

Me las pusieron al día siguiente para ir a mis clases, seguros todos en casa de que ya no me mojaría mis pequeños pies.
Yo me sentí la persona más segura del pueblo. Iba bien protegida con mi paraguas y mis botas, y del cielo ya podrían caer chuzos de punta, que yo lo resistiría todo.

Pero no llovió.

Acongojada por no poder usar mis súper-botas imponentes, me pasé toda la mañana en la mesa de mi clase mirando por las altas ventanas verdes que disponía el antiguo edificio.
No pude ser más feliz cuando se iluminó la clase con un haz de luz repentino, indicando que el cielo se llenaba de relámpagos. Uno...dos...tres.....¡el trueno!
¡Gracias, dios mío! Estás cuando te necesito. Y comenzó a llover.

Ya era muy mayor para que mi madre, o mi hermana, tuvieran que venir a recogerme al colegio, así que podía regresar sola a casa.
Por las aceras mis botas azul eléctrico caminaban imntrépidas, con grandes y firmes pisadas que hacían levantar el agua caída del cielo, a cada golpe de paso.

Llegué al paseo donde, al volver la esquina, estaba mi casa. Dios me debió escuchar otra vez, porque todo el suelo estaba repleto de enormes charcos que me harían evitar, afortunadamente, las aburridas aceras.

No quedó ninguno que no recorriera. Me sentía inmensamente libre y feliz. Todas las gotas, asustadas tras mi pisada, saltaban hacia arriba. Bailé bajo la lluvia. Salté sobre el agua. Algunos charcos, felices como yo, creo que también bailaban, y giraban a mi alrededor. Aquello se convirtió en una danza de hechiceros, en la que mis botas movían los instrumentos, y el agua y yo poníamos el ritmo y las notas.

Hasta que llegó mi madre.

Ya no me quiero acordar. Tal vez Dios había ido a resolver otros asuntos y me dejó sola ante la furia de aquella mujer cuando comprobó que dentro de mis botas había más agua que en el propio paseo.

¡Y aquí se acabó aquella historia feliz!

Creo que en lugar de andar, esta vez volé con cada tironazo que me daba ella del brazo.
Mis botas azules eléctrico se quedaron guardadas bajo cerrojo, y yo tuve que retornar a mis zapatos gorila de siempre.

Al volver del colegio, cada día de lluvia, los charcos del paseo me miraban tristes, y yo, de reojo les pedía disculpas por no lanzarme a bailar con ellos y llenar el aire de melodiosas notas azules que envolvieran el universo.


[/Ana Galindo /]
Recuerdos de infancia



3 comentarios:

Ana Galindo dijo...

Uffff...¡qué liberación he sentido! Me he prometido a mí misma, después de escribir esta pequeña pero importante parte de mi vida, que me compraré de nuevo unas botas de agua azules, para poder danzar como una posesa en el próximo día de lluvia. Lo malo... es que ya no hay tantos charcos como había en mi paseo.

Juan Gerardo dijo...

Bello relato de una infancia y de unas botas azules. ¿Cómo tratar de que combinaran con una bellaza solo comparada al color de las flores del campo? Creo que es imposible.

Felicidades por tu texto, me encantó.

Ana Galindo dijo...

Parte de la reconstrucción de nuestra realidad consiste a veces en ordenar esos momentos aislados de nuestra infancia. Entonces es como si viéramos todo más claro, o tal vez con más serenidad.